Reseña

Al finalizar un año aciago he logrado recalar en mi tierra natal. Hace siete años que no percibía sus vibras, sus voces, sus colores, sus olores, su brisa, su sol. Luego de sortear complicados protocolos sanitarios y aduaneros y, además, cumpliendo una antigua promesa, estaba, al fin, en casa de Adriano Corrales Arias en Monterrey, San Pedro de Montes de Oca, San Jo-sé, una ciudad impostada.

Más que el encuentro con un escritor prolífico y sui generis, es la visita obligada a un viejo amigo al cual se ha visto poco, pero con quien se ha compartido demasiado. Aún recuerdo nuestro primer encuentro a partir de un mediocre y polémico cuento que publiqué a inicios de la década del no-venta del siglo pasado en el periódico San Carlos al Día de Ciudad Quesada. El divertido y doméstico escandalete -casi nadie se enteró- incentivó una bre-ve nota de Corrales Arias la cual, a su vez, provocó la reunión en un bar de San José, El Ballenato en la hoy reconocida Calle de la Amargura de San Pedro, para ser más exactos. Allí con incredulidad -las casualidades no existen- co-tejamos que nos habíamos conocido ya en un par de fugaces avistamientos en Nicaragua. Me cayó bien el muchacho por sus ímpetus. Desde entonces hemos mantenido una inconstante y buena comunicación, para no abusar del término “relación”.

Esta entrevista me la había prometido a mí mismo hace muchos años. Siempre quise conversar in situ con una persona que conoce muy bien mis andanzas, mi manera de pensar, mi modus operandi. Me urgía hacerle pre-guntas que nunca le formulan y que él mismo, estoy seguro, tampoco se hace. No me defraudó. La conversa fue larga y refrescante como un riachue-lo que corre desde las alturas de Montes de Oca. Tal y como lo anoté, y constaté, fue un generoso monólogo por parte de Corrales Arias, quien no dudó en confesarse en voz alta ante mi presencia.